El cielo enjaulado by Christine Leunens

El cielo enjaulado by Christine Leunens

autor:Christine Leunens [Leunens, Christine]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1999-12-31T16:00:00+00:00


* * *

Elsa pintaba más vigorosamente que nunca, y ya no le preocupaba que los días se le convirtieran en noches, o las noches en días. Sus autorretratos habían perdido sustancia, dejaron de ser muñecas de papel y se disolvieron en algo menos que reflejos en el cristal de una ventana invernal, para luego quedar reducidos a un mero residuo de luz. Sus flores adquirieron proporciones enormes y sus hojas disminuyeron paulatinamente hasta desaparecer, dejando tallos desnudos atravesados delante del cielo. Un día apareció una primera espina diminuta en una amapola, después púas doradas en un girasol, y el cielo sangró. Los tallos se disociaron de las corolas, y entonces creó una serie que consistía sólo en tallos, esta vez perfectamente rígidos. Una línea verde vertical en medio del azul. Líneas verdes paralelas, de pie, inclinadas.

—¿No notas algo, un detalle, que te molesta? —preguntó Elsa, frente a su caballete, dándome la espalda.

Recordé lo que aún no me había dejado ver.

—Veamos…

Me situé tras ella y le levanté el pelo de un costado. De un manotazo, me apartó.

—Para ya. ¿No te parece vacía la parte de abajo?

—La verdad, no.

—¿Qué crees que debería estar ahí?

—¿Un jarrón? ¿La tierra? Ni idea. ¿Las raíces?

—Una firma.

—Ah.

—Un ah muy importante. ¿Cómo vas a exponer unos cuadros si no los firmas?

—Disculpa, no… no lo había notado.

—Debes empezar a notar los detalles que nos salvarán o nos condenarán. Dios está en los detalles, como suele decirse.

—Entonces, ¿por qué no has firmado tú?

—Tiene que ser tu nombre.

—Puedes firmar tú por mí.

—Tienes que creerte que estos cuadros son tuyos. Tienes que sentir que eres tú quien los ha pintado. Tú eres el artista, Johannes, no yo. Serás tú quien dé la cara ante el público y los críticos para encontrar quien nos ayude, no yo. Recuerda que yo no existo.

Me puse a contemplar los cuadros con otra mirada.

—¿Y bien? ¿Te sientes capaz de firmarlos?

—Sé escribir, ¡lo sabes muy bien! ¡Deja ya de menospreciarme todo el tiempo!

—No quiero decir físicamente, sino artísticamente. ¿Sientes que estos cuadros son dignos de ti?

—Claro, ¿por qué no? Anda, pásame el pincel.

—Espera. ¿Cómo firmarás?

—Ya lo verás. Apártate.

—Los arruinarás. Tienes que practicar antes. Prueba con éste; si sale mal, no importará.

Las letras me salieron gruesas y los huecos no tardaron en llenarse de pintura. Elsa tenía aquel feo surco entre las cejas.

—Quedará mejor si abrevias tu nombre y firmas «J. Betz». Los artistas suelen cambiarse el nombre. Es parte de su manipulación de la realidad para adaptarla a su propio gusto —me dijo.

Pasé dos días ensayando.

—Demasiado pretencioso. Demasiado apocado. Johannes, ¿dónde tienes la cabeza? ¡Siempre estás pensando en otra cosa! ¡Tiene que ser un guiño al mundo de ahí fuera! Extiende la J. alrededor del Betz. ¡Engancha el Betz con la J.! Alarga la J. para que se apoye en el Betz. ¡Que se apoye, he dicho, no que se caiga!

Al final me dio su permiso para intentarlo. Apoyó la barbilla en mi hombro, como si la suya fuera mi segunda cabeza o quizá más bien la primera y única, porque la mía no contaba mucho para ella, y guió cada uno de mis movimientos.



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